Vivir en Madrid es aprender a amar el caos. Es despertarte con el sonido de la calle, el murmullo de terrazas incluso en invierno, y el metro que va siempre lleno, pero siempre llega. Madrid es ritmo, prisa, gente que camina rápido, pero también alguien que te sonríe sin motivo en un semáforo.
Es tener planes todos los días, aunque a veces solo quieras un rato de silencio. Es encontrarte con culturas de todo el mundo en una misma acera. Es tapear en La Latina un domingo y cruzarte con alguien que habla italiano, inglés, árabe y madrileño cerrado en menos de diez pasos.
Madrid es parque y hormigón. Es el Retiro para respirar y Malasaña para perderte. Es quejarte del calor y luego del frío. Es saber que no hay playa, pero tampoco hace falta: aquí el verano se vive en las calles.
Es una ciudad que nunca se detiene, pero que a veces te regala pequeños instantes de calma: un café en una plaza tranquila, un atardecer desde el Templo de Debod, un paseo por Madrid Río al final del día.
Y, sobre todo, vivir en Madrid es sentir que nunca estás completamente solo. Porque aunque sea grande, aunque a veces abrume, siempre hay alguien, siempre hay algo, siempre hay vida.